Otro científico joven

Publicado el

Para un antiguo entusiasta infantil del proyecto Apollo, la expectativa de visitar un centro de la NASA es una emoción anticipada que le desata la imaginación. Estaba citado hoy con Carlos Pérez, un joven físico español especialista en estudios de la atmósfera, y cuando supe que la institución para la que trabaja, el Goddard Institute for Space Studies, pertenecía a la NASA, y que además no está en Cabo Cañaveral sino en Nueva York, y no muy lejos de mi casa, imaginé controles sofisticados de seguridad y laboratorios, corredores y despachos de muros blancos y perspectivas futuristas, con enormes aparatos parpadeando y pantallas con imágenes de satélite que ocuparían paredes enteras. La imaginación de cada uno se puede fechar tan fácilmente como las burbujas de aire fósil que los científicos encuentran en el hielo de la Antártida: la mía está fatalmente modelada por las series baratas de ciencia-ficción de finales de los sesenta, como máximo por el 2001 Odisea Espacial de Kubrick, donde las especulaciones sobre el futuro no incluían, por cierto, mujeres que se ocuparan de algo más que de cuidar a los niños en casa y de servir bebidas a los astronautas varones en los vuelos del trasbordador a la Luna.

Había visitado la página espléndida del Goddard Institute, lo que levantó todavía más mis expectativas. Iba a entrar en el sitio donde se están haciendo las investigaciones más avanzadas sobre la atmósfera y los océanos y el cambio climático. Minutos antes de las tres, la hora de la cita, ya estaba en la esquina del edificio al que Carlos me había dicho que acudiera, provisto de un documento de identidad con fotografía. Para mi sorpresa, es un edificio bastante normal que tiene en la planta baja nada menos que el Tom’s Restaurant, la cafetería barata de Seinfeld y de la canción memorable de Suzanne Vega, Tom’s Diner. A Carlos no lo había visto nunca, pero el hombre joven que me saludó en cuanto aparecí en la esquina no podía ser más que él. Es alto, flaco, con barba rala, con camiseta a rayas, vaqueros, zapatillas deportivas. Llevaba colgando una tarjeta de identificación. No llevaba bata de científico.

Nada más entrar en el edificio se disipaban todas las vulgaridades previsibles de la imaginación. En el Goddard Institute  los pasillos son estrechos, los despachos pequeños, y desde la puerta de cada uno lo que se ve son computadoras portátiles o monitores no muy grandes, pizarras -pizarras de borrador y tiza, no electrónicas- pósters deslustrados, todo bajo una luz de tubos fluorescentes empobrecida hoy por el cielo de tormenta que oscurecía la calle.

En el despacho de Carlos los muebles son viejos, metálicos, con los filos muy rozados, como los que había en las oficinas españolas hace veinte o treinta años. Tiene una pequeña estantería con libros, una bicicleta, un sillón viejo de esos que se hunden mucho junto a una ventana, su sillón de leer, me dice. Y mientras me enseña el edificio y me presenta a algunas de las eminencias mayores en los campos fundamentales de las ciencias del clima,  me habla con claridad y pasión de los proyectos en los que está trabajando. En las ventanas de cada uno de los despachos por los que pasamos redobla un diluvio de verano. Después de haber visto en mi vida tantos despachos opulentos de vendedores de humo, de poderosos arrogantes y vacuos, de expertos en las palabrerías de la nada, este despojamiento socrático me llena de una emoción que no quiero olvidar. Se parece mucho a lo que he visto en los laboratorios de mis amigos Pablo Jercoj y Lorenzo Díaz-Mataix, que en lugar de  la atmósfera y de los océanos estudian las galaxias secretas del cerebro.

Foto: NASA Goddard Space Flight Center/T Izzo
Foto: NASA Goddard Space Flight Center/T Izzo